Biobiochile.cl │ Niños, niñas y adolescentes: salud mental y prevención del suicidio


Cómo llegan niños y niñas a imaginar su muerte cuando apenas si comienzan a vivir es una pregunta desoladora

La reciente muerte de un adolescente de 17 años (con fuego) en el Parque Bustamante, no solo nos recuerda cuán difícil es siquiera contemplar que los humanos más pequeños y jóvenes puedan morir, sino cuánto más arduo todavía es aceptar que mueran por suicidio. Enfrentados a estas ausencias, como sociedad, nadie queda intacto.

No querríamos tener que hablar de esto, pero necesitamos hacerlo. El suicidio –más aún desde la pandemia de coronavirus- aumenta en Latinoamérica y el mundo, y entre 2020 y 2024 pasó de ser la cuarta a la segunda causa de muerte en jóvenes de 15- 29 años, con preocupantes alzas ya en la preadolescencia, sobre todo para las niñas.

Esta realidad se debe a múltiples factores: reflejo de condiciones sociales, individuales, contextos de violencia, precariedad, y es un hecho, también, que en ella ha incidido decididamente la tecnología y el uso masivo de RRSS –sin debida alfabetización ni normas protectoras robustas- acelerando impactos en salud mental y suicidalidad de las nuevas generaciones.

A partir de 2016, conminados por la OMS y la OECD a enfrentar la emergencia por aumento de depresión y suicidio en niños y jóvenes (10 a 24 años de edad), hemos observado en Chile esfuerzos progresivos y valorables, pero todavía muy insuficientes.

La última encuesta de bienestar de Senda (2024) indicó que entre estudiantes de segundo medio un 34% siente que es un fracaso y 41% que “no son buenos en nada”; cifras algo menores a las de 2021-22, pero siguen siendo desoladoras. Datos muy recientes de la Defensoría reflejan que un 13% de los escolares admite haber contemplado la idea de terminar con su vida. Siendo un tema tabú todavía, es inevitable pensar en cuántos escolares más se sienten así, sin llegar a expresarlo.

Cómo llegan niños y niñas a imaginar su muerte cuando apenas si comienzan a vivir es una pregunta desoladora. Conocemos más de intentos consumados y no –en cifras, y desde reportes de atención en urgencias- pero menos de ideaciones y otros signos de alerta que requieren de atención cotidiana.

Hablar, escuchar. Acoger. Desde familias, comunidades, instituciones, fortalecer nuestra percepción y respuesta ante cambios de conductas, en vínculos, contenidos de internet, o en palabras y frases musitadas o escritas “nadie me echaría de menos si no estoy”, “ojalá no hubiera nacido”, “esto no va a cambiar”, “soy una carga”, “quizás no es tan terrible morir”-, que puedan estar dando cuenta de sufrimientos propios -o a veces, de sus familias- y vivencias desamparadas que para los niños parecen no tener salida en medio de soledades y silencios.

Contamos con la evidencia aportada por las ciencias para guiar la política pública, reforzar el acceso a salud –en sistemas que apenas si dan abasto-, disminuir estigmas, y también, para ayudarnos a comprender que se necesita de un compromiso o involucramiento comunitario. Esto parte por abordar el tema, y no solo durante campañas de prevención, o enfrentados a cifras urgentes, o a la tragedia y el duelo cuando ya es demasiado tarde. No es un cometido fácil, pero para el cuidado de las vidas de cada nueva generación es imprescindible.

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